En el año 1709, en el palacio romano del cardenal Ottoboni, tuvo lugar un singular torneo musical
entre Georg Friedrich Haendel y Domenico Scarlatti. Ambos tenían la misma edad, veinticuatro años,
pero ya eran maestros en su arte. Y solo contaban para su cotejo con dos armas incruentas: un clave y un
órgano. El sajón era cosmopolita; el latino, exuberante y mediterráneo. Aunque se mantuvieron
magníficamente parejos durante largo tiempo, parece que finalmente el órgano inclinó la balanza a favor
de Haendel. Luego cada cual siguió su camino, pero esta rivalidad nunca enturbió la recíproca admiración
que los dos artistas se profesaron. Casi medio siglo después, ya al final de su vida, el viejo Scarlatti
siempre se santiguaba al oír mencionar el nombre de Haendel: en señal de respeto.
Me conmueve mucho esta anécdota dieciochesca (cuya noticia debo a Stefano Russomanno, en el
número 109 de la revista discográfica Diverdi). Primero, porque en estos tiempos en que se llama
“competitividad” al intento feroz de eliminar al adversario, o sea, de suprimir la competencia, nos
recuerda que la verdadera emulación engrandece al rival y quiere mantenerlo como refrendo de la
excelencia. Y en segundo (pero principal) lugar, porque se refiere a la más hermosa disposición que
suscita el arte, la capacidad de admirar. Quien no la conoce, aunque parezca ser un gran artista, carece de
un registro esencial de la sensibilidad que produce el arte y a la que el arte interpela. Desconfío
hondamente de la aparente superioridad de los perpetuos desdeñosos, de la insobornable “objetividad” de
los cicateros profesionales y de los desmitificadores del mérito ajeno que siempre se las arreglan para
barrer la fama hacia casa. Creo que admiramos con lo de admirable que hay en nosotros y nunca he
tropezado con nadie verdaderamente admirable que no supiese también ser sinceramente admirador.
(Fernando Savater, Mira por dónde, 2003)
Fecha de entrega: Lunes, 26 de mayo (1º CTN)
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