GRAN HERMANO EN EL SUPERMERCADO
Esther Vivas. Diario Público (29/03/14)
Asociamos la compra en
el supermercado a modernidad, autonomía, libre elección, pero hay pocos lugares
en el mundo, que formen parte de nuestra vida cotidiana, tan controlados y
monitoreados como dichos establecimientos.
Un laboratorio llamado ‘súper’
Llegamos al ‘súper’ y
unos carteles, en general de colores claros, nos dan la bienvenida animándonos
a entrar, a menudo acompañados de ofertas reclamo que anuncian precios muy
baratos. Cogemos el carrito de la compra, tan grande que mucho hay que llenarlo
para que no parezca vacío, y empezamos la búsqueda de lo que necesitamos por
innumerables pasillos con estanterías rebosantes de productos. El carro por más
que lo lleves recto siempre gira de cara al estante y allí ves, como quien no
quiere la cosa, un nuevo artículo que no esperabas y lo sumas al pedido.
Necesitas leche y
yogures y toca atravesar todo el centro comercial para conseguirlos. ¿Por qué
pondrán siempre lo que más te hace falta al final del establecimiento? De
camino, un hilo de música con ritmo suena de fondo, ni lo escuchas pero allí
está animándote a comprar. Miras precios y no entiendes porqué nunca los
importes son redondos, siempre acaban con decimales, haciendo muy difícil la
comparación entre unos y otros. Suerte que te fijas en todos aquellos que
acaban en 9, y así ahorras un poco. Aunque, tal vez, tampoco haya tanta
diferencia entre pagar un céntimo más o menos. Eso sí, el producto parece más
barato.
Toca pararse, dos
carritos con gente comprando en medio. Y me pregunto, ¿por qué harán los
pasillos tan estrechos? En fin. Aprovecho para mirar a un estante y a otro y
allí está esa bolsa de patatas fritas que no me conviene mirándome de frente.
Va, no vendrá de aquí… ¡al carro! Avanzo ahora buscando el paquete de arroz que
necesito pero ya lo han cambiado otra vez de lugar. No entiendo por qué cada x
tiempo mueven los productos de sitio. Cuando ya me sé la ruta de memoria, me
toca, de nuevo, dar mil vueltas antes de encontrar lo que necesito. Eso sí, al
reaprender el camino descubro nuevos productos con los que antes ni me había
fijado.
Sólo me queda coger el
detergente. En la droguería y a la altura de los ojos veo esa marca que dicen
por la tele deja la ropa tan limpia. Tomo el envase y, por casualidad, miro el
precio… ¡qué caro! Devuelvo la unidad. Observo arriba y abajo en la estantería
y allí encuentro otra marca menos conocida pero más económica. Me agacho y la
agarro. ¿Por qué la pondrán en un lugar más difícil de coger? Llega el momento
de pasar por caja. En la cola y aburrida por la espera veo esos chocolates,
caramelos, golosinas… y a solo un palmo. Imposible decir “no”. Venga, un día es
un día, a la cesta.
Analizando mi “recorrido”,
me planteo ¿cuántas cosas he comprado que no necesitaba? ¿He adquirido los
productos que me interesaban? Se calcula
que entre un 25% y un 55% de nuestra compra es compulsiva, fruto de estímulos
externos. Lo metemos en el carro aunque no nos haga falta. Y al pasar ante una
estantería, un 20% compramos antes la
marca que se encuentra a la altura de los ojos que otra cualquiera, sólo
por comodidad, aunque esas otras sean más baratas. Sin ser conscientes, somos conejillos de indias en un gran
laboratorio llamado ‘súper’.
Sonríe, te graban
Nuestros movimientos en
un supermercado nunca pasan desapercibidos, una cámara u otra, colocada aquí o
allá, lo registra. Pero, ¿qué se hace
con esas imágenes? ¿Sabemos cuándo nos están grabando? ¿Podemos acceder a esas
filmaciones? El profesor Andrew Clement de la Universidad de Toronto y fundador
del Instituto de Identidad, Privacidad y Seguridad señala nuestra indefensión
ante estas prácticas. Según un estudio
llevado a cabo por su equipo en Canadá, ninguna de las cámaras
colocadas en los mayores centros comerciales canadienses cumplía los requisitos
de señalización a los que obligaba la Ley. Aquí, en Europa, la polémica, también,
está servida. No tenemos ni idea de qué ni cómo ni cuándo graban ni qué hacen
con las imágenes.
La cadena de supermercados Lidl protagonizó uno de los mayores escándalos cuando, en marzo
del 2008, se descubrió que espiaba sistemáticamente a sus trabajadores en
varios establecimientos de Alemania mediante mini-cámaras colocadas en lugares
estratégicos. Cada lunes, según destapó el semanario alemán Stern, un equipo de
detectives instalaba entre cinco y diez cámaras a petición de su dirección con
el pretexto de evitar robos. Sin embargo, dichas cámaras servían para controlar
a los trabajadores, grabar sus conversaciones y elaborar detallados perfiles
personales. No se trata de un caso aislado. Su competidora Aldi fue acusada, en
marzo del 2013, de espiar a sus empleados en varios supermercados de Alemania y
Suiza mediante cámaras ocultas, según filtró la revista alemana Spiegel.
Aquí, la Agencia Española
de Protección de Datos abrió un proceso sancionador a Alcampo por espiar a sus
trabajadores. A finales del 2007, Alcampo instaló en secreto en un hipermercado
de Ferrol tres cámaras ocultas en espacios reservados al personal. Semanas
después, utilizó el contenido de dichas cintas para despedir a un
empleado y sancionar a otros once.
Los consumidores somos,
también, objeto de voyeurismo. Lo último, lo estrenó la cadena de supermercados
Tesco, a finales del 2013, en Gran Bretaña. La empresa instaló en 450
gasolineras pequeñas cámaras con el objetivo de escanear el rostro de sus
clientes en la cola del establecimiento a fin de detectar su edad y sexo y
ofrecerles la publicidad más acorde a sus perfiles. La película de ciencia ficción ‘Minority Report’ de Steven Spielberg
hecha realidad, aunque los anuncios personalizados a partir de la lectura
de la retina, como salía en el film, parece no tendrán que esperar al 2054.
Nuestra vida en una tarjeta
“¿Tiene tarjeta cliente?”,
ya es un ritual que nos lo pregunten al pasar por caja. Y si no la tienes, nos
ofrecen un mar de ventajas, descuentos y recompensas tras la misma. De este
modo, corremos a rellenar el formulario, apuntando todos nuestros datos, sin
apenas leer lo que firmamos, para poder acceder cuanto antes a tan fantásticas
promociones. Sin embargo, ¿qué sucede
con la información que damos? ¿Quién la usa? ¿Para qué fines? Esto es algo
que no nos cuentan al registrarnos.
Los supermercados son
los reyes de las tarjetas de fidelización. Nos ofrecen regalos, descuentos,
puntos… si una vez y otra y otra y otra pasamos por su caja. Más allá de contar
con nuestra fidelidad, las empresas de la gran distribución buscan, mediante
estas tarjetas cliente, conocerlo todo o casi todo de nuestra vida privada: quiénes
somos, qué edad tenemos, estado civil, preferencias, hobbies. Al margen de lo
que dice la ficha que rellenamos, las compras periódicas que realizamos quedan,
a partir de entonces, registradas para siempre en nuestro archivo: si nos gusta
o no el chocolate, si preferimos la carne al pescado, qué café, pastas,
bebidas, conservas, verduras… tomamos. Lo saben todo.
Las compañías almacenan
estos datos y los utilizan vía marketing para mejorar sus ventas. Así, conocen
quién consume qué y cuándo, pudiendo realizar exhaustivos perfiles de sus
compradores. A partir de ese momento, nos ofrecen todo aquello que “necesitamos”
y lo compramos encantados. Nuestra vida privada en manos de las empresas se
convierte en una nueva fuente de negocio. Nosotros, ni nos enteramos.
El rastro de lo que compramos
Dicen que comprar en el
supermercado del futuro será más práctico, cómodo, ágil, rápido y no tendremos
que hacer colas ni pasar por caja. Todo, gracias, entre otros, a la tecnología
de identificación por radiofrecuencia o etiquetas RFID. Unas etiquetas que
contienen un microchip y que registran información detallada sobre la “vida”
del producto en el que se encuentran. Son como un número de serie único que
almacena y emite, a través de una antena, datos específicos sobre ese artículo.
Así, en un futuro no tan
lejano, parece, podremos entrar en un supermercado, coger un carrito de la
compra “inteligente”, cargarle en su base de datos la lista de la compra, dejar
que nos guíe al encuentro de dichos productos, darnos información sobre los
mismos e ir calculando el total que llevamos gastado. Y al salir, no será
necesario pasar por caja, al llevar cada producto una de estas etiquetas
incorporadas, una antena receptora los identificará y el total nos será cargado
directamente en nuestra cuenta… y sin hacer colas. ¿Qué más podemos pedir?
El problema reside, como
han señalado grupos de consumidores en
Estados Unidos, como CASPIAN (Consumidores
contra la Invasión de la Privacidad de los Supermercados) y EPIC
(Centro de Información sobre Privacidad Electrónica), en el control que
estos sistemas ejercen sobre las personas. Nadie evita, por ejemplo, que dichas
etiquetas puedan continuar acumulando información una vez fuera del
supermercado, siguiendo cada uno de los pasos de los productos y de nosotros
como consumidores.
Hoy, encontramos estas
etiquetas RFID en algunos productos de los supermercados, las cuales conviven
con los tradicionales códigos de barras. Su coste, sin embargo, limita de
momento y en parte una mayor generalización. Aunque, según el Instituto
Nacional de Tecnologías de la Comunicación y la Agencia Española de Protección
de Datos cada vez es más frecuente encontrarlas en el etiquetado
de prendas de ropa y calzado así como en sistemas para la identificación de
mascotas, tarjetas de transporte, pago automático en peajes, pasaportes, entre
otros, poniendo en riesgo nuestra privacidad.
Nos quieren hacer creer
que los centros comerciales son sinónimo de libertad. Ahora, Caprabo apela, en su publicidad, al “librecomprador” que
llevamos dentro. “Te lo damos todo para que seas libre de escoger lo que más te
gusta”, dice. Sin embargo, la libertad
de escoger no está en el supermercado sino fuera de él.
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